domingo, 29 de enero de 2012
¿Necesidad o mala educación?
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En cierta ocasión, durante una gira de visitas a las
principales ciudades nicaragüenses, mi acompañante y yo decidimos quedarnos a
dormir en Matagalpa para ‘explorar’ con más calma algunos pueblos de los
alrededores que siempre se mencionan con cierto respeto, por lo retirado e
inaccesibles que fueron en su momento –ahora ya no lo son tanto–. Por el día iríamos
en coche hasta adónde quisiéramos y por la noche regresaríamos a la ciudad, a
cenar y a dormir. Eso hicimos durante los tres días siguientes, ir y volver, ir
y volver, hasta que al anochecer del tercero caímos en cuenta que no habíamos
visitado Jinotega. ¡Clase fallo! Al día siguiente remediamos el error.
Llegamos temprano. Los que conocen coincidirán conmigo en
que al bajar a la ciudad por aquella carretera que caracolea infinitamente
hacia abajo, las tripas dan saltos y trabajan más, por lo que uno llega con
hambre. Eso nos pasó a nosotros, así que lo primero que hicimos fue desayunar
en una cafetería que sólo servía café orgánico, güirilas, cuajada y crema recién
sacada. Luego, siempre en coche, paseamos un rato por las calles principales y
algunos barrios periféricos. Después dejamos el vehículo estacionado cerca del
parque central, pues nos proponíamos conocer el centro a pie, nos gustaba hacerlo
así. A eso del mediodía nos dividimos: tal y como habíamos venido haciendo en
las otras cabeceras departamentales ya visitadas, mi acompañante se dirigió a
la iglesia central y yo fui a buscar un restaurante para almorzar. A ella le
gustaba conocer el interior de las iglesias, tomar fotografías si se lo permitían,
e incluso rezaba un poco cuando estaba de buen humor. Por mi parte, debido a
que prefería seleccionar yo mismo el lugar dónde almorzar, porque me gustaba comer
bien y no soportaba que la gente me aconsejara los restaurantes, entonces me iba
de local en local, en cada uno pedía algo para beber y tomaba nota de la apariencia
interior, la amabilidad del personal y el olor que había en el aire. Cuando
terminé, como aún no era la hora para reunirme con mi acompañante, me fui
paseando por ahí.
Estuve un buen rato caminando por el parque central.
Debido al gran desnivel en el que éste se encuentra, las
construcciones que allí se han elevado resultan curiosas a la vista. También
los árboles son curiosos, por su tamaño y por su sencillez: uno esperaría ver un
árbol exótico, algo poco común en la región, pero allí no, allí hay sólo unos
inmensos quebrachos. Supongo que ya estaban allí cuando empezaron a construir
el parque, y por comodidad los dejaron y han seguido creciendo a su antojo.
Y fue justamente debajo de uno de ellos que escuché un
revuelo. Me acerqué para curiosear un poco, y descubrí que un padre y sus niños
con huleras le tiraban piedras a algo
que se escondía en el follaje. Desde donde estaba no podía ver de qué se
trataba, y como buen nica lo primero que se me vino a la mente fue que estaban
apedreando una iguana. Así estuvieron un rato tirando piedras, pero al parecer
ninguno de ellos acertaba darle al animal, así que en un momento dado vi cómo
el padre salía corriendo y al rato volvía cargando un rifle de balines.
(Al verlo me puse nervioso, la verdad, porque si ya me parecía
una barbaridad que en medio de la ciudad la gente pudiera tirar piedras a su
antojo, sin que las autoridades intervinieran al menos para explicarle los códigos
de conducta, el hecho de que pudiera impunemente disparar ya me pareció escandaloso.)
El caso es que el hombre se cuadró, apuntó con su fusil, ¡clac!,
disparó un balín, y casi al instante algo calló al suelo. Siempre por
curiosidad me acerqué para ver qué era y, ¡por favor!, ¡era un faisán! ¡Había
matado un faisán!
No sé que tipo de persona era el hombre, si había ido a la
escuela, si en casa pasaban hambre, si recién llegaba del campo y apenas se
instalaba en la ciudad; ésas y otras mil preguntas podía hacerme y para las que
no tenía respuesta. Fuera lo que fuera, nada podía decir al respecto, pues tenía
derecho a ser como era. Lo que me preocupaba en ese momento era que le estaba
enseñando a sus niños que podían ser irrespetuosos con todas las formas de
vida, incluso aquellas que no son comunes en nuestro país. Y lo mismo podía
pasar con los animales cuyas especies están en peligro de extinción.
Por suerte al poco llegó mi acompañante y dejamos el parque
y sus costumbres atrás.
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